Paco y el Bachiller
Primero de bachiller seguí cursándolo en las Escuelas Teide, las de don
Esteban y sus hermanos. Parece que al tratar con futuros bachilleres la cosa,
en cuanto al maltrato físico, se iba suavizando un poco. Poca historia. Aprobé
en junio. Todo menos el Dibujo, asignatura que tampoco aprobé en septiembre y
que significó el verdadero muro en mis años de bachillerato: siempre pasaba el
curso arrastrando el Dibujo del curso anterior.
Segundo lo hice en el Instituto Lluís Vives, ya en Valencia. Había que
formar en el precioso claustro del antiguo convento de agustinos y cantar el
'Cara al sol' todas las mañanas antes de entrar en el aula. De ese curso no
recuerdo a ningún compañero, es más, no recuerdo casi ningún momento.
Esforzándome, puedo entrever los partidos de fútbol en el patio, con balones
hechos con las hojas del diario donde nos habían envuelto los bocadillos del
desayuno, y, también, como escondíamos entre las ramas de la buganvilla que
rodeaba el edificio los restos de los bocadillos. Sí recuerdo a dos profesores.
El de Formación del Espíritu Nacional, un díscolo con el régimen, que nos
hablaba de cosas de las que nunca habíamos oído hablar: comunismo, república,
Rusia, y que a los chavales nos importaban lo mismo que la propia asignatura,
la cual se negaba a explicar. Para los exámenes nos decía a qué página del
libro debíamos acudir en busca de las respuestas. Aprobado general. El otro era
el de gimnasia, un militar metido a profesor, que tenía entre ceja y ceja dos
únicos objetivos: que formáramos perfectamente en el gimnasio y que, para que
la formación fuera estéticamente perfecta, todos luciéramos un chándal que,
casualmente, vendían en la tienda de deportes de la que él mismo era
propietario. Nulla aesthetica sine etica. Después de que el tío Félix volcara su mejor prosa en un escrito
dirigido al profesor en el que justificaba los motivos --fundamentalmente
económicos- que nos impedían la adquisición del chándal y me convirtiera así en
uno de los dos o tres niños de segundo que hacían gimnasia con una camiseta de
tirantes blanca y unos pantalones negros, mi madre decidió que en el próximo
curso iría a la Academia La Cruz, en la calle Duque de Gaeta, a cuatro pasos de
casa.
Fui un desastre como estudiante. Y a eso ayudó mucho, en primer lugar, que eso tan importante actualmente como es tener estudios, en aquella época se circunscribía a conseguir el Bachiller Elemental o el Certificado de Estudios Primarios para poder ponerse a trabajar en el momento cumplías los catorce y, en segundo lugar, la Academia La Cruz y su insigne director, don Rafael, "poquito y en pena" como pronto fue bautizado por mi madre, que era experta en encontrar apodos. Sería fantástico saber dónde reclutaba el ínclito director al personal. De los tres años que pasé por allí sólo recuerdo a dos profesores decentes: don Lozano, el de matemáticas, al que vi años después como dependiente en el Corte Inglés, y Arturo, el de francés, un hombre serio y riguroso que demostraba todos los días su amor por la enseñanza. Los demás (¿había alguna mujer? No.), pura indolencia.
Una clase cualquiera era más o menos así: el profesor entraba en el aula,
un alumno decía alguna parida, el profesor la expulsaba con la frase estándar
del centro: "usted, fuera de clase". A continuación, era otro, y
otro, y otro. Y a los dos minutos, más de media clase estaba en el patio
haciendo el oso. Así con todos y cada uno de los profesores. De modo que, entre
la incompetencia de los docentes, y el vandalismo del alumnado, las clases se
reducían a una explicación del tema y a repasar los deberes del día anterior,
que casi nadie había hecho. Don Rafael se pasaba el día recorriendo las clases
y el patio e imponiendo a descarriados y descarriadas -este colegio, por fin,
era mixto-- castigos, que se reducían a copiar 100 veces cualquier cosa que no
te hubieras sabido, y a quedarte en el cole, después de clase, sin ningún
objetivo educativo o correctivo; que no fuera la simple privación de libertad.
Así que durante tres años mi jornada lectiva empezaba a las 9 de la mañana y
terminaba a las 9 de la tarde. Para ilustrar el nivel educativo de centro, un
botón: el profesor de literatura llama a don Rafael para decirle que Juanola,
un gamberro de primera división, había dicho que el Quijote lo había escrito
Lope de Vega. Poquito y en pena, después de hacerle crecer un palmo las orejas
y mofarse públicamente de Juanola -le gustaba hacer escarnio de los iletrados-
lo envió a la pizarra a que escribiera 100 veces "El Quijote lo escribió
José Antonio Primo de Rivera". O le traicionó la ideología o estaba de
cachondeo, pero, en cualquier caso, los chavales nos descojonábamos. Don Rafael
pensaba que del compañero, pero estaba claro que era de su ocurrencia -lo de
Don Quijote sí nos lo sabíamos todos. Menos Juanola--. El profesor, sonrojado,
le hizo un aparte, don Rafael, al oírle, montó en cólera y decidió castigar a
toda la clase todo un mes hasta las nueve de la noche, y a copiar 100 veces
cada tarde “El Quijote lo escribió Miguel de Cervantes Saavedra”.
Yo no era un santito precisamente, al contrario: era parte muy activa de las gamberradas y burlas, que eran la constante en la academia. Por eso, el día que don Rafael me dijo que quería hablar con mi madre, me cagué de miedo. Me expulsan, pensaba. La sorpresa fue que el hombre no quería hablarle de mi comportamiento, sino ofrecerle un matrimonio de conveniencia, que le sacara a ella de las dificultades económicas ya él de la soledad. Piénselo con calma, le dijo. Evidentemente, no obtuvo respuesta.
Cuando terminé cuarto, ya trabajando, abandoné La Cruz y no dejé allí a ninguna persona con la que me haya vuelto a relacionar nunca. Así ha sido a lo largo de todas las etapas de mi vida. Por donde paso hago amistades con facilidad, me relaciono con fluidez con todo el mundo y procuro no dejar enemigos. Ni amigos. Como mucho una o dos amistades --eso sí, lo que se llama amistad (con mayúsculas) en cada lugar-- y etapa cerrada. De alguna manera, siempre he terminado haciendo mío el verso de León Felipe: “pasar por todo una vez, una vez solo y ligero, siempre ligero”.
Mi libro de calificaciones es para reírse ahora, 60 años después; entonces era de pena. Salvo primero de bachiller, todos los años suspendía tres o cuatro en junio y las aprobaba en septiembre, salvo el Dibujo; éste se quedaba de un año para otro hasta el final del bachiller. Cuarto fue especialmente nefando. Ya había perdido el poco interés que pudiera haber tenido por los estudios. Suspendí seis (de ocho) en junio. Las aprobé en septiembre, todas menos la Física y el puto Dibujo de tercero, asignatura que necesité otras tres convocatorias para sacarme de encima. ¡Por fin, a los 16 años!, obtuve el título de Bachiller Elemental.
Entonces sí, entonces quizás me hubiera apetecido seguir estudiando. Vicente Monrós, mi primer jefe, me había alentado a hacerlo, y aunque ya no trabajaba para él, me matriculé en quinto de bachiller. De nuevo en el Lluís Vives. Nocturno. Pero entre el trabajo, la academia de contabilidad y la falla, apenas podía acudir a clase y suspendí tres en junio; y suerte que en quinto no había Dibujo; si no, habrían sido cuatro. Ya no volví en septiembre.
Ni nunca más.
Pues ahora nadie diría que no te gustaba estudiar con la cantidad de cursos, libros, escritos y demás cosillas que has ido añadiendo a tú currículum.
ResponderEliminar"El quijote lo escribió Primo de Ribera" Buen resumen de la enseñanza de la época 😅
Menudo bandarra estabas hecho 😉
Ya sabes, pro propia experiencia, el dicho imperante en nuestras época: "no vale para estudiar; a trabajar". Menos mal que el camino nos ha ido enseñando y poniéndonos en el lugar que nos corresponde.
ResponderEliminarAbracísimo.
Ay Paco, que recuerdos. Me ha venido a la cabeza el patio de Salesianos, algun profe, algun compañero y un amigo al que hace años que no veo, a ver si se pasa el virus, las mascarillas, las cuarentenas y esas cosas y nos tomamos una cervecita y nos damos un abrazo bien fisico.
ResponderEliminarY que como bien dice el "ñao" no se te nota nada el paso por la enseñanza reglada.
No me canso de leerte. Eres ameno, irónico, divertido. Puro talento.
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