Alejandro González. Mi padre.


Semanas atrás mi compañera Angélica me preguntó que si, transcurridos cincuenta años de su fallecimiento, recordaba a mi padre. «No ––fue mi respuesta––, casi no lo recuerdo. Flashes, evocaciones, momentos puntuales sí, muchos, pero no les puedo poner rostro». Mientras preparaba estas líneas he mirado y remirado las pocas fotos que de él conservo, empeñado en reconocer su cara, a ver si con la imagen en la retina afloraban los recuerdos. Ha sido inútil. El único detalle que veo nítido son las gafas y me da la impresión que hacen un efecto coraza que me impide adentrarme en sus rasgos.

Recuerdo, eso sí, un hombre alto, elegante en el porte, amable en el trato, cariñoso con sus hijos, enamorado de su mujer, una morenaza que se había llevado de València a Madrid y de la que le gustaba presumir. Y a ella de él.

Recuerdo que era muy delgado, que padecía un permanente dolor de cabeza, que apenas comía. Que le gustaban las manzanas, y los huevos crudos: con un alfiler les hacía un agujerito en cada punta, aspiraba fuerte y… todo para dentro, «hasta la última gota, Javi, me decía, para que te hagas muy mayor». Recuerdo que me pelaba los plátanos y les quitaba las hebritas una a una, «son muy indigestas, Javi, no te las comas». Debía ser muy meticuloso. O muy maniático. Como yo.

Lo recuerdo rodeado de llamas –en la carbonera del sótano donde viví mis primeros años– echando, a paladas, el carbón en la enorme caldera del edificio (era el portero) y recuerdo el día que Ana se le cayó encima (por cotilla) con silla y todo y casi arden allí dentro los dos.

Recuerdo que cada mañana, después de oír misa, volvía con el hatillo de churros recién fritos, despertándonos con su aroma. Recuerdo cuando me obligaba –primera faena del día- a lavarme la cara con el agua helada me imaginaba dándole con un martillo en la cabeza. Y es que quería curtirme, hacerme un hombre duro; como habían hecho con él. Nacido y criado en Paredes de Escalona, un pueblecito de Toledo, se lo llevaron a la guerra con diecisiete años, fue herido gravemente y, cuando acabó la contienda, lo mandaron a África tres años más, a hacer la mili; la patria es insaciable.

Recuerdo las mañanas de los domingos: primero, a misa; después, paseo por Malasaña, para acabar en un barecito, ¿en la plaza del Dos de Mayo?, donde daban caldo de gallina. Un tazón de líquido rojo, espeso y humeante que nos quemaba las yemas de los dedos que él nos “enfriaba” con un chorrito de tinto. Recuerdo los aperitivos, casi a diario, en Casa Ventura, unos días con tío Perico, otros sólo con él, algunos, venía mamá. Les gustaba el alterne.

Recuerdo las noches de los lunes de estreno. Nos llevaba al cine y mientras hacía su trabajo (era acomodador) nosotros, Ana y yo –mamá se quedaba en casa– veíamos la peli. Como el cine era de los elegantes, éramos los primeritos en ver lo último de Hollywood. Recuerdo que los martes, su día libre, no nos llevaba al colegio para poder disfrutar de nosotros todo el día. Pero al caer la tarde él y su morenaza se ponían de punta en blanco y se largaban a quemar Madrid. Eran una pareja guapa. Y muy golfa.

Recuerdo que al pasar por el mercado de Torrijos se perdía con Ana y compraba un manojo de rábanos que compartían a bocado redondo por la calle de Hermosilla. A mí aquella complicidad me ponía un poco celoso, pero no podía hacer nada para integrarme: no me gustaban los rábanos.

Recuerdo que me encantaba que me llevase al dentista porque después me compraba un helado «bien gordo para que cicatrice bien la herida, Javi», decía.

Recuerdo que nos acompañaba por la mañana al cole, saboreando el paseo .Yo, de una mano; Ana de la otra, embutidos dentro de mil prendas de abrigo y atentos a sus explicaciones. Recuerdo que era muy palizas con eso de enseñarnos todo lo que sabía. Intuyo que debo parecerme a él en algo más que en el físico.

Recuerdo las veladas limpiando los zapatos de toda la familia. Yo les untaba el betún, luego me los ponía, los apoyaba en la plantilla del cajón limpiazapatos ––me hacía sentir importante–– y él los lustraba enérgicamente con un trapo que, a base de acumular betunes y betunes, había adquirido todos los colores del arco iris, hasta sacarles un brillo que no he vuelto a ver ni en los zapatos nuevos. Se ve que era concienzudo. Igual que yo.

Recuerdo que después de hacer la primera comunión, como ya debía empezar a parecerle el hombrecito que soñaba, algunos días me dejaba pagado en el bar de al lado del colegio un bocata de chorizo y medio chatito de vino. ¡Qué barbaridad! pienso, con mi higiénica mentalidad actual; pero os aseguro que no era el único de mis compañeros de clase que tenía ese “privilegio”. Recuerdo que cuando le conté que don Esteban me había dado un sopapo por no saberme el Guadalquivir, me dijo que la próxima vez que don Esteban me levantase la mano le invitara a hablar con mi papá antes de golpearme. Menuda cara puso el maestro al ver que un enano le paraba la mano en el aire. Pero surtió efecto: don Esteban nunca habló con mi papá, ni volvió a tocarme.

Recuerdo que hoy hace cincuenta años me llevó al cole, pagó el vasito de vino y el bocata y me dio el último beso que me daría. Cuando regresé a la hora de comer la casa estaba en penumbra. Había ajetreo, caras conocidas descompuestas y preocupadas. No me dejaban entrar en la habitación. Pero me colé. Mi padre – ésta sí que es una imagen nítida y recurrente--, tendido en la cama, balbuceaba y se sacudía violentamente con el brazo sano el otro, el que la embolia había dejado muerto. Recuerdo que horas después lo metían, ya totalmente inane, en un vehículo, como, a continuación, entraba mi madre desencajada y por la otra puerta mi tío Pedro llorando. El coche se alejó. Alguien –debía ser la tía Chelo– apretaba mi mano.

Recuerdo que, dos días más tarde, tío Perico nos sentó en la cama del primo Pedrito; Anita a un lado, yo al otro. Nos contó una historia en la que había ángeles y papá en los cielos; nos insistía en que había que querer mucho a la mamá y a Encarnita. A mí me dijo (bonita maldición) que ahora era el hombre de la casa. Pero yo era incapaz de seguir sus razonamientos; el romántico que suele gobernarme me repetía incesantemente la palabra ‘huérfano’ y, aunque en ese momento no podía imaginar ni de lejos la magnitud del vocablo, la imagen de orfandad que representaba era absolutamente dickensiana. Desoladora.

Recuerdo que durante la adolescencia, cuando creía que la orfandad ya estaba asumida, lo odié. Veía a Ana, siempre tan abnegada, hacerse cargo de las tareas de la casa; a Encarna, que apenas lo conoció y, curiosamente, era la que más preguntaba por él; a mi madre, sempiternamente pegada a la aguja y el dedal, cosiendo día y noche para sacarnos adelante y le hacía un sinfín de reproches: ¿por qué te fuiste cuando tanta falta me hacías?, ¿por qué me has dejado desamparado y con la responsabilidad de ser el "hombre de la casa"?, ¿por qué no me despiertas cada mañana con los churros y el agua helada?, ¿por qué no me llevas a Malasaña a beber caldo de gallina?, ¿por qué no me acompañas ya al cole, ni limpiamos los zapatos, ni me pelas los plátanos, ni me agujereas el huevo, ni me silbas desde el bar para que me precipite escaleras abajo a tomar el aperitivo de mediodía, ni me invitas al chatito de vino que me ayudaba a sobrellevar las explicaciones de don Esteban? He dicho que lo odié y no es cierto. Odio es una palabra demasiado fuerte para expresar aquellas emociones íntimas; resentimiento es más adecuada. Luego maduré, me resigné y lo perdoné. Pero lo dejé al margen. Ya no me hacía falta, había aprendido a vivir sin él. Ya era el hombre al que él aspiraba y al que, seguro, hubiera querido conocer.

Recuerdo el día, hace cuatro o cinco años, que fuimos Pili y yo a visitar su tumba en el cementerio de La Almudena. Allí, al calor de un precioso sol otoñal tuve la oportunidad que me robaron entonces de despedirme de él. «Has pasado página», dijo Pili, mientras le regalaba una rosa. Tenía razón. Salí de allí reconciliado con aquel hombre alto, elegante en el porte, amable en el trato, cariñoso con sus hijos y enamorado de su mujer, del cual, ahora que me voy volviendo viejo, quisiera recordar más cosas. Pero no

puedo. Después de cincuenta años, mi padre es un capítulo de mi vida oscuro y difuso. Casi ajeno.

Malilla. L’Horta, a nueve de marzo de dos mil catorce.

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