Perico

 

La Chelo era pelirroja. Perico tenía unos ojos azules que llamaban a la ternura. Ella era capaz de reír cien veces el mismo chiste. Él era el mejor cuenta chistes que he conocido. La Chelo se enamoró de aquel chaval que arrastraba una leve y graciosa cojera, secuela de la poliomielitis, porque la hacía reír mucho. Perico se enamoró de aquella muchacha bajita y regordeta porque reía a todas horas. Trajeron al mundo cinco jajamontones —así les apodé porque todos, padres e hijos, daban en gorditos. Ella cuidaba la prole. Él completaba dos jornadas laborales diarias —el Banco Central, por la mañana; el diario As, por la tarde— para aportar los posibles necesarios para el mantenimiento básico y los caprichos múltiples. ¡¡Qué manirrotos eran!! Y aún le sobraba tiempo para desdoblarse en muchos más Pericos, a los que añoro con cariño.

Estaba el Perico noctámbulo, bebedor, fumador hasta la tumba; el Perico de los amigotes, con los que, el día que me sacó de pila, desapareció para llevarme a la taberna de Luciano y allí rebautizarme a su estilo, con tinto de barril; el Perico enfermo, que superó un cáncer de garganta con treinta y pocos y se murió de otro veinte años después, incapaz de abandonar el cigarrito y sin dejar de animar con sus bromas las caras largas de los demás, tan preocupados por su salud; el Perico inmensamente generoso con todo el mundo —toda una generación de González, hijos y sobrinos, han trabajado en el banco o en el periódico colocados por él; otro Pedro, el de la vendimia, con el que todos los chiquillos queríamos ir de pareja en la viña; el que anunciaba su llegada con un característico silbido que yo conocía perfectamente y hacía que me precipitase escaleras abajo para colgarme de su cuello; el tío Pedro, en fin, que nos comunicó a mis hermanas y a mí que a mi padre, su hermano mayor, se lo habían llevado al cielo unos angelitos.

Pero al Perico que recuerdo con enorme gratitud y ternura es a aquél que se volcó con nosotros desde ese momento, el de nuestra orfandad; aquel que telefoneaba cuarenta veces al día y aún se dejaba caer muchas tardes antes de llegar a su casa para ver qué podía hacer por su cuñada y sus sobrinos. El que me acogió todo aquel verano del 64 para que me pudiera examinar de ingreso de bachiller mientras mi madre viajaba a València con mis hermanas para preparar nuestro traslado. O al que se empeñaba en llenarle a Pili la caja de higos, sabiendo que se estropearían en el viaje, mientras la Chelo se burlaba: “déjale hija, coge los higos y que les den dos duros”, la última vez que lo vimos vivo, allá, en Paredes, su pueblo, donde poco tiempo después volví a dejarle para siempre.

De aquel triste día recuerdo que, mientras le introducían en el nicho, me acerqué y dejé encima de la caja una rosa blanca. Fue algo visceral, algo que necesitaba hacer. Era mi manera de agradecerle que hasta los últimos días de su vida se hubiera preocupado de cuidar el rosal que adornaba la tumba de mi padre.

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