Paco y la escuela

Mi primera escuela fue la de la señorita Angelita. A los cuatro años. El colegio consistía en un aula para las niñas y otra para los niños. No había distinción de edad ni plan pedagógico alguno. El objetivo era asimilar lo que la señorita Angelita podía enseñar, que debía de ser muy poco, ya que, con apenas siete años, la buena mujer les dijo a mis padres que yo ya había conseguido el objetivo y por lo tanto había de cambiar de escuela. La señorita Angelita nos daba leche en polvo, del Plan Marshall, a media mañana, y tenía un sacapuntas gigante en su mesa. Con ella jugábamos a descubrir América. Los alumnos más aventajados formaban tres círculos, que eran la Santa María, la Pinta y la Niña, dentro de cada círculo iban los tres primeros de la clase, que eran los comandantes de cada nave. A mí me gustaba ir en la segunda, porque así era Rodrigo de Triana y podía gritar "tierra a la vista". Los más pequeños o atrasados hacían de indios, los cuales formaban un grupo al fondo del aula, esperando que llegaran los cristianos a conquistarlos. Ni que decir tiene que en la primera embarcación viajaba Colón, el almirante. Tan gran honor correspondía al primero de la clase. Cuando llevabas un tiempo siendo Colón, la señorita Angelita consideraba que ya estabas listo para prosperar en tu educación lejos de ella y te dejaba ir.

Y aquí me tenéis, a los siete años acababa de descubrir América, pero me encontraba en el paro educativo. Así que recalé donde don Antonio. No sé si decir a aquello escuela o simplemente lugar donde un señor nos enseñaba, al igual que doña Angelita, lo poco que sabía. Pero, lejos de la amabilidad de ella, con mucha mala leche. Don Antonio prohibía. Prohibía hablar. Prohibía reír. Si te meabas, habías de, en absoluto silencio, levantar un dedo; dos si te cagabas. Como respuesta mecánica, don Antonio prohibía mear y cagar; así que no sé a santo de qué había inventado la norma del dedito. El caso es que, uno de los días que llegué a casa meado, mi padre me sugirió que, si el profesor no me dejaba ir a mear, me la sacara y mearà en el aula. Si, como era de esperar, el susodicho montaba en cólera y me agredía verbal o físicamente --cosas ambas que hacía sin vacilar--, mi padre prometía ir a hablar con él. Nunca osé seguir esta drástica recomendación, pero sigue pareciéndome una maravilla la actitud paterna, dadas la época y las circunstancias. De todos modos, alguna conversación debió de haber, ya que la siguiente vez que llegué meado a casa, fue la última. En adelante, cuando levantaba el dedo, era autorizado a evacuar en el inodoro y no en los pantalones, y, casualmente, tampoco nunca volví con las orejas ni las palmas de la mano rojas. De las ventajas de aquella madriguera, lo de ser monaguillo y tal, ya os he hablado.

Entonces nos trasladamos a San Blas. Como el curso estaba a medias, Fui provisionalmente a un cole del que recuerdo muy poca cosa; pertenecía a la iglesia del poblado original de San Blas, un caserio de casitas bajas, pobres, entre las que había un bar, en el que mi padre, de vez en cuando, me dejaba pagado un chatito de vino y un bocadillo de chorizo, para cuando salíamos al recreo, el cual, a falta de recinto adecuado, disfrutábamos en plena calle. No era el único niño -niñas, por supuesto, ni una-- con este privilegio, el del vino y el bocadillo; los padres querían hacernos hombres duros. Como les tocaba ser a ellos.

Mi generación tuvo una muy precoz relación con el alcohol. Merendábamos a menudo pan con vino y azúcar. Además, si eras de los desganados, como era mi caso, nos arreaban una copita de quina, un brebaje a base de huevos crudos que, con cáscara y todo, se dejaban macerar en zumo de limón, azúcar y vino (o coñac) hasta que los ácidos y el alcohol descomponían el huevo. Al menos esta es la receta que, más o menos, hacía mi madre. Quina también la ha había industrial; la más famosa, la Quina San Clemente, que popularizó un dibujo animado, Kinito, con su famoso eslogan: "y da unas ganas de comerrrr".

El curso 63-64 era el que me tocaba hacer el Ingreso de Bachiller, y para prepararlo me apuntaron a Escuelas Teide, una academia privada del vecino barrio de Simancas, donde tres hermanos: don Esteban, don Benjamín y otro, cuyo nombre no recuerdo, repartían leña a discreción. Sobre todo, el tal don Esteban. ¡Qué cabrón! A medida que fallábamos preguntas nos colocaba ante la pizarra; cuando había recogido siete u ocho iletrados, pasaba dándonos una bofetada a mano abierta y volvía propinándonos un revés, solía rematar la faena con un reglazo en la mano. A mí me golpeó sólo una vez, ya que, cuando le expliqué el sistema pedagógico del docente a mi padre, este volvió a aplicar el suyo: si vuelve a ponerte en el paredón, le dices que he dicho yo que antes hable conmigo. La cara de ira que puso el profesor al ver que un canijo de nueve años le paraba el brazo en el aire antes de recibir la hostia me aterrorizó, pero, cuando le di el encargo paterno, cambió la hostia por una hora de rodillas. También de he de decir que, a partir de ese día, procuré no volver a fallar ni un río, ni un afluente, ni un polígono. En descargo del tipo hay que decir que este, al menos, entre hostia y hostia, explicaba muy bien geografía, historia, matemáticas y todas estas cosas que se deben saber, dicen, para convertirse en seres humanos de provecho.

En el mes de marzo murió mi padre. El día que, tras la obligada falta a las clases, me incorporé de nuevo don Esteban me recibió con su habitual mala baba: a ver qué milonga inventa el señor González por haber faltado todos estos días... Se ha muerto mi padre, dije intentando no ponerme a llorar. Hizo guardar un minuto de silencio a toda la clase y proseguimos como si nada. En junio mi madre y mis hermanas se vinieron a Valencia, para ir preparando nuestro traslado. A mí me acogieron aquel verano el tío Perico y la tía Chelo, por lo del examen, que tuvo que aplazarse se a septiembre, por razones obvias. Fue un verano duro para todos. Ellos ya tenían a Pedro y, puede ser, también a Jorge, y bastante estrecheces económicas como para hacerse cargo de uno más, pero nunca he olvidado el amor, la dedicación y la generosidad con que me protegieron. Recuerdo entrañablemente la noche en que una otitis nos tuvo despiertos a los tres; yo llorando, Perico consolándome y Chelo planchando un paño detrás del otro, para aportar calor al oído perjudicado. Incluso evoque un momento, que visto ahora, desde la estrecha óptica de la hiperhigiénica sociedad actual, puede resultar chirriante, pero que demuestra más bien la pérdida de la solidaridad entre las personas: aquella tarde íbamos en el autobús cuando me sobrevino el primer pinchazo de la maldita otitis. Todo el autobús pendiente del niño, que aullaba de dolor, cuando una desconocida que estaba dando el pecho a su bebé, me agarró por el cuello y derramó en mi oreja su tibia leche para aliviar mi intenso sufrimiento. Cuando medito sobre tantas cosas como tengo que agradecer a la vida, siempre surgen aquellos días del verano de 1964.

Instituto Cardenal Cisneros. Un salón noble, todo de madera, de estos con estrado para el tribunal y gradas para los estudiantes. Niños de 10 años, pequeños, diminutos ante aquellos señores circunspectos, que bombardeaban desde su superioridad, física e intelectual, a personitas que nunca habían hablado en público y ahora tenían que demostrar que eran aptos para empezar el Bachiller ante sí y ante los otros examinandos. Pese al temblor de piernas y los balbuceos, aprobé.

Malilla, doce de septiembre de 2021


Comentarios

  1. Q recuerdos d escuela,tan diferentes a komo es ahora,afurtunadsmente😝😝

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  2. Muy bueno Ñao 😊
    Y aquella fantástica y mítica frase con la que nos motivaban para asimilar las enseñanzas que impartían "La letra con sangre entra". Y mas, como tu sabes, cuando tienes al fabricante y proveedor de "elementos de ayuda a la enseñanza" en casa (ironía modo on)

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