Paco y la religión

Yo fui campeón de Madrid de catecismo (*). ¡Con un par! Esto ocurrió durante la preparación de la catequesis de la primera comunión, es decir: 1962 o 1963. Entonces iba a la escuela de la Basílica de la Concepción, un cuartucho ubicado en las dependencias del templo, dirigido por don Antonio, un fascista meapilas, que nos amargaba la vida, con sus consignas patrias y admoniciones cristianas. El tipo tenía la costumbre de clasificarnos a base de preguntas sorpresa, que hacían que subir un puesto en el escalafón de la clase si acertabas o te llevabas un capón o un regletazo si fallabas.

Afortunadamente, yo siempre estaba en el grupo delantero del pelotón y esto daba derecho a asistir a el cura como monaguillo. En cualquier momento de la clase podía ocurrir: un entierro, un bautizo o la misa de doce ...; cuando el cura pedía monaguillos don Antonio le enviaba dos o tres. Se podía considerar un privilegio y, además, era divertido, sobre todo porqué escapábamos del Guantánamo aquel y, a veces, nos dejaban probar las hostias sin consagrar y el vino de misa. Y, para mayor honor, de aquel grupo de monaguillos, el cura elegía, en Semana Santa, a doce niños para participar en la ceremonia del lavado de pies que conmemoraba un hecho en la vida de Jesús y los apóstoles. Nos sentábamos en un corro en el centro del templo, descalzos, y el cura, con una jofaina y un paño, nos lavaba y secaba los pies uno a uno. Después nos invitaba a merendar en la sacristía.

El día de la primera comunión mi amigo Fernando me prestó su traje de almirante y mis padres hicieron un convite en casa; ¿o fue en el bar? ¿Qué más puedo decir de ese día ?: que me tragué un duro de los que me habían regalado. Yo, que había visto muy pocos en mi vida, cogí el gran disgusto, pero los adultos me tranquilizaban: ¡ya lo cagarás! Me pasé la tarde haciendo fuerza en el trono. Lo recuperé. Esto es todo lo que se me viene a la caebza de tan importante día en la vida de un buen cristiano. Ni sé en qué iglesia comulgué, ni si fue con el colegio o yo solo. ¡Ah, sí!, me regalaron el primer reloj -que conservé hasta que en 1992 entraron a robar en casa-- y una pluma estilográfica, una Parker como la de mi padre. Esa todavía la tengo.

(((Paréntesis temporal)))

Hablando de comuniones, hago este paréntesis para hablar de las de mis hermanas.

La ceremonia de la de Ana fue un despropósito, ya que el franquismo --era el vigésimo sexto año del entierro de la República-- aprovechó la concentración de casi todas las familias de San Blas en el colegio ‘25 años de Paz’ --aquellos años todo se llamó así-- para hacer apología y darse autobombo. Mientras cientos de niñas y niños desfilaban para recibir el sacramento, los altavoces vomitaban el himno de tan ignominiosa efeméride:

¡25 años de paz!

¡España! ¿Quién lo diría?

Vienes de menos a más.

Y, sin embargo, aquí estás,

tan bonita, tan entera

Cada niña podía estar acompañada por sus padres; así que mi madre estuvo dentro de la escuela, con Ana. El resto nos conformamos con intentar vislumbrar algo desde la valla, donde nos amontonábamos los familiares. Ni que decir tiene que no vimos nada. Pero, en cuanto, al ámbito familiar, fue muy triste: hacía un año escaso de la desaparición de mi padre.

La de Encarna ya fue otra cosa, estábamos en Valencia, habían pasado los grandes duelos y pudimos afrontarla con más ganas de fiesta. Incluso, hicimos un convite --a medias con la prima Paqui—y hasta fotos de estudio, que, como no acababan de salir bien, obligaron la comunianta a disfrazarse cinco o seis veces a lo largo del mes.

Y aquí, donde tendría que ir la dichosa foto, toca reconocer que ni siquiera la tengo, así que os pongo una de mis dos hermanas de la época (más o menos) y con motivo religioso al fondo.

(((Fin del Paréntesis temporal)))

De esta educación religiosa el responsable era mi padre. Comulgaba diariamente y nos llevaba a misa los domingos y fiestas de guardar. ¡Aquellos domingos! Toda la familia a misa, ataviados con la ropa de vestir, y luego a una tabernita que había por Malasaña, donde daban un caldo de gallina rojo, espeso y humeante. Lo bebíamos a pie de barra, como aperitivo; papá, para que no se nos quemara el morro, nos echaba un chorrito de vino tinto. Pero la verdad es que él vivía su cristianismo íntimamente; no le recuerdo haciendo proselitismo de sus creencias; incluso, se negaba a llevarnos a escuelas de monjas o de curas.

A raíz de su muerte, la abuela Matilde se instaló en casa e intentó convertir mi madre, que sólo tenía 36 años, en la viuda perfecta. Vestida de negro de pies a cabeza, sólo le permitía quitarse el velo cuando estaba en casa, y si tenía que recibir visitas, incluso en casa. La radio no se podía encender. Cantar, prohibido. Reír, con cuentagotas. Afortunadamente, la abuela tenía mucho que hacer en el pueblo y se marchó pronto.

Mi madre nunca fue una mujer religiosa; creía como creen la mayoría de los cristianos, por superstición, por costumbre, pero no ejercía, sobre todo, desde que, de recién casada, un cura intentó sonsacarle, en confesión, los detalles de la noche de bodas. Sin embargo, sea como homenaje a su marido o porque la abuela había instituido la costumbre, todas las noches rezábamos el rosario. ¡Entero! Mi madre cantaba la primera parte de la oración y nosotros coreábamos la segunda. Así, uno tras otro, los cinco padrenuestros y cincuenta avemarías. Y la letanía. A fuerza de repeticiones me la aprendí del tirón: Mater castíssima, y las otras: ora pro nobis; Virgen potentes, ora pro nobis; Virgo fidelis, ora pro nobis...

Los domingos íbamos al cementerio. Una larga caminata hasta el autobús, un transbordo y otro largo paseo hasta la tumba. Todo ello, cargados con la flor fresca y los útiles de limpieza. Limpiábamos la lápida, poníamos la flor, regábamos el rosal y rezábamos un rato.

Si el primer dolor de una gran desgracia se mantuviera inalterable, la humanidad habría muerto de pena hace siglos; así que, poco a poco, dejamos de lado el rosario, volvimos a escuchar la radio, a veces pasábamos a casa de los vecinos, Mari y Eugenio, a ver la tele; la casa volvió a llenarse de risas y canturreos. Al pasar el primer año mi madre comenzó a ponerse vestidos de colores discretos.

Con la llegada a Valencia nos desvinculamos definitivamente de todo lo que hiciera olor de incienso. Pero a mí las supersticiones me duraron hasta bien superada la adolescencia. Si me asaltaba un pensamiento agorero, recurría al padrenuestro o a la señal de la cruz para desviar la mente. Cada noche, en la intimidad de mi habitación, sentía la obligación de rezar un padrenuestro. Sabía que no servía para nada, pero no descansaba si no lo hacía. Incluso, creé mi propia letanía, que recitaba casi ya dormido, en la que incluía una serie de deseos para mí, para la familia y para la humanidad en general.

En 1972, cuando trabajaba en Tenerife, me llamaron el tío Rafa, hermano pequeño de mi madre, y el tío Perico. Ambos esperaban descendencia y ambos querían hacerme padrino de los niños.

--Gracias por el honor, pero ya sabes que no soy creyente -me excusé.

--Ni yo, pero, ya sabes, son cosas que se deben hacer --coincidieron ambos.

--Bueno, pues, si se trata de un acto social, cuenta conmigo.

En la primavera del 73 cumplí solemnemente los deseos de los tíos. A Alejandro lo he vuelto a ver cuatro o cinco veces en su vida; a Rafa muchas más, pero no tenemos un vínculo especial. Aun así, me pregunto cuál será, ahora que soy apóstata, su situación ante Dios. Yo ya estoy condenado; ¿pero y ellos, pobres inocentes, que confiaron en mí y ahora se encuentran desamparados?

El último acto religioso que protagonicé fue casarme por la iglesia, pero, ¿qué queréis? En 1978 era muy complicado aún escapar del poder de los curas. Total, que como que nos ahorrábamos burocracia y esperas, y para nosotros no dejaba de ser un trámite, encargamos la boda en San Valero, ¡y a hacer puñetas!

Pero, como decían Los Módulos, "todo tiene su fin". Hace un par de años Pili, Ana, Encarna, el Ñao y un servidor -hasta entonces los únicos cristianos oficiales de la familia-- conseguimos librarnos del yugo del Vaticano y ahora podemos decir, bien satisfechos, que somos legalmente ateos. Gracias a Dios.

Malilla, veintidós de abril de 2021

(*)Hace años escribí un relato corto --podéis leerlo aquí-- en el que lo rememoraba. 

Comentarios

  1. Aprender el catecismo de memoria (arrgggg, que horror) todavía recuerdo aquel con las preguntas en rojo y las respuestas en negro ¿o era al revés? y las horas de aprendizaje que tuvimos. aunque yo no fui campeón ni suplente ni nada parecido. A mi me molaba (creo) los regalos y un coche cabledirigido que me regaló algún tío y que cuando se escacharro lo maquee con pinturas varias.
    Y que cosas, al apostatar ni nos han salido cuernos ni rabo y el cielo no se ha caído sobre nuestras cabezas.

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    1. Para ser campeón de catecismo hay que tener nariz griega y no ser excesivamente alto. Por eso, para mí fue fácil.

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  2. Cómo siempre magistral, Paco. Con este relato has hecho que afloren los recuerdos de mi infancia también. Cómo me gusta lo bien que has documentado el texto con ésas magníficas fotografías. Un fuerte abrazo.

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    1. Estas fotos son tesoros que cuesta conseguir. En aquella época nos hacíamos tan pocas. No como ahora: sólo de Miquel tengo más de 6.000. A veces, me parece que sobreexponemos a las cámaras a los niños. No van a saber valorar una foto como nosotros valoramos ahora estas.

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