Javi y Alejandro

 


Alejandro González Lucas nació en un pequeño pueblo toledano, de la comarca de Torrijos: Paredes de Escalona. Esto ocurrió el 17 de noviembre de 1917. Alejandro fue el mayor de los seis hermanos que yo he conocido. Sé que hubo más, pero ignoro si eran mayores, menores, hombres o mujeres.

Su infancia y adolescencia transcurrieron en el pueblo. Supongo que ayudando al abuelo Gerardo en el campo. No conocí al abuelo otro oficio que el de labrador; aunque algo me contaba mi padre sobre que, a veces, lo acompañaba a Navalcarnero, Almorox o Torrijos, puede que a las ferias de ganado o a vender, tirando del ramal del burro, los productos de la cosecha.

Cuando estalló la guerra lo enrolaron en el bando nacional; formaba parte de lo que denominaron 'la quinta del biberón': casi niños que eran alistados, por uno u otro bando, para engrosar la masa de carne humana susceptible de matar o ser muerta, independientemente de sus ideas y de sus anhelos. A mi padre le tocó con los insurrectos.

Y con ellos lo ubicamos en la Batalla del Ebro. Puede ser en Belchite le hirieron gravemente. Le dieron por muerto durante unos días hasta que, cuando iban a lanzarlo a una fosa común, detectaron que el cuerpo estaba caliente y respiraba. Según el relato de tía Lucina, una de sus hermanas, la familia también le daba por muerto a la vista de la falta de noticias (suyas o de los militares) sobre su paradero. Hasta que por alguien del pueblo supieron que lo habían evacuado a Toro y que allí se estaba recuperando. La abuela Matilde y la tía Lucina viajaron a la ciudad zamorana a hacer compañía al herido. Como consecuencia de la herida perdió una costilla, la cual, se decía en la familia, que se la habían reemplazado con una de platino. Pero, permitidme que lo dude. ¡De platino? ¡En aquella época miserable?

Al terminar la cosa tenía veintidós dos años, tres de ellos de batallas, y una medalla de Caballero Mutilado por la Patria --pomposo título nunca remunerado, por cierto. Sin embargo, como que el 39 era el año de su quinta, lo enviaron a Melilla, a hacer la mili en un cuerpo del ejército al que llamaban ‘los regulares’. Él hacía el chiste de que no era ni bueno ni malo, por qué los buenos van al cielo, los malos al infierno y los regulares a Melilla. Tres años más de servicio a la patria. Las patrias son insaciables.

Libre al fin de uniformes y gracias a la mutilación premiaron la pérdida de su juventud --y de la costilla-- con una portería con derecho a vivienda. Esto daba techo, pero no comida. Y tuvo que buscar otro trabajo. Lo encontró como acomodador en el cine Fígaro. Pero en la Nueva España se debía demostrar pureza de sangre en todo momento. No valía la demostrada adhesión al régimen. No era suficiente la mutilación. El sindicato (vertical) del espectáculo de Madrid --como todos-- lo controlaba Falange. Y, para poder trabajar, Alejandro tuvo que hacerse falangista.

En el sótano de Hermosilla se instalaron con él, Urbano y Ángel, los hermanos, que, cuando acabaron la mili ya no volvieron a pueblo. Evidentemente, una casa con tres tíos necesitaba una mujer, así que Lucina se vino a gobernar el hogar. Y la portería. También se puso a salir con José María, que trabajaba en la telefónica de enfrente. Se casaron. Trasladaron a José María. Y se vinieron a vivir a Valencia.  

Como el Karma todo lo devuelve, en una visita que Alejandro hizo a la familia recién valencianizada se enamoró de una chica morena, vecina de la hermana. Se casaron el 8 de septiembre de 1951.


Cuando Encarna llegó a Madrid se encontró con un hogar con un marido y varios cuñados que atender Y una portería que regentar. Urbano y Ángel se casaron y levantaron el vuelo. Perico tardó más. Perico era el más pequeño de los hermanos --nació durante la guerra-- y Alejandro lo llevó a vivir con él cuando aún adolescente. Veinte años se llevaban los hermanos y once o doce cuñada y cuñado. Por eso lo trataron casi como a un hijo. Perico supo responder a este amor fraternal hasta el último día de su vida.

A todo hicieron frente Alejandro y Encarna a duras penas y con mucho optimismo; de eso desbordaban. En la casa de Hermosilla engendraron a sus cuatro hijos; el primero nació muerto y eso me convierte en el mayor. Después llegaron Ana y Encarni. La vida la hacíamos, prácticamente, en el chiscón¸ --garita de pocos metros situada en el portal del edificio-- donde mi madre cosía para otros y ejercía de portera. Ana y yo ya íbamos a la escuela y al volver teníamos a mano la calle, que entonces todavía era un lugar amable para los niños. Pero las condiciones de la casa no eran ni de lejos las idóneas. Era preciso salir de allí.

Después de mucho intentarlo, y gracias a la mierda esa de Caballero Mutilado por la Patria, a Alejandro le concedieron una vivienda social. Salíamos de la penumbra del sótano para disfrutar de la luminosidad de un tercer piso, con vistas al horizonte. Huíamos de una vivienda hecha de retales para ir a una con tres habitaciones, comedor, cocina y baño... ¡con ducha! Abandonábamos el barrio más elegante, exclusivo y céntrico para ir a parar al Gran San Blas, una de estas barriadas creadas por el franquismo a lo ancho del estado para dar cobijo a familias pobres, inmigrantes, ex combatientes de la Guerra Civil y refugiados de Sidi Ifni, Fernando Poo y otras colonias africanas, situado lejos de las afueras de un Madrid que crecía desmesuradamente. San Blas cobró fama inmediatamente por la inseguridad, por la droga y, sobre todo, por ser uno de los barrios más reivindicativos del país, gracias a la solidaridad de sus habitantes, que enseguida se dieron cuenta de que los habían enviado a un gueto, lejos de todo, sin transporte público, sin servicios, sin infraestructuras y en unas viviendas de dudosa calidad.

Como ahora había que pagar la hipoteca, Encarna, que ya no tenía la carga de la portería, cogía más trabajo de costura. Alejandro, por su parte, encontró un trabajo extra. Así que por las mañanas vendía y cobraba, casa por casa, pólizas de decesos -el seguro de los muertos que decían-- y por la tarde-noche seguía trabajando en el Fígaro. Pero al llegar los martes, día de libranza en el cine, disfrutaba plenamente de la familia. El día lo dedicaba a los hijos --muchos martes ni siquiera nos llevaba a la escuela-- y por la noche Encarna y Alejandro se ponían de punta en blanco y se largaban a quemar Madrid.

Bueno, pues ya tenemos a los González Ramírez engrosando el paradigma de familia de clase media: inmigrantes que se instalan en la ciudad y poco a poco salen de la miseria, y alcanzan las comodidades que la sociedad capitalista pone a su alcance, por tal de mantenerlos siempre en deuda. Encarna cose y cuida del hogar. Alejandro se mata a trabajar. Paco y Ana van a la escuela y empiezan a tener nuevas amistades. Encarni, muy pequeña, en casa con la mamá.

A pesar de todo, nuestra vida había mejorado. Nos adaptamos perfectamente al barrio, en el que también vivían el tío Perico y la tía Chelo, ya casados y con un par de hijos, lo que permitía la ayuda mutua de las dos familias. Raro era el día que no compartíamos el aperitivo. Perico hacía su silbido característico y al instante mi madre dejaba lo que tuviera entre manos y ya estábamos en el bar de abajo. Mis padres eran de aquellos que consideraban que la vida es para vivirla y no ahorraron nunca una peseta. Y bien que hicieron: el destino les deparaba la peor putada que nunca podían imaginar.

Seguramente, ese día mi padre me llevó a la escuela. Seguramente me dio un beso y seguramente me dijo: Javi si no vengo a recogerte, vente tú solo. Y como no vino, seguramente Javi volvería solo. Mi padre es la única persona que me ha llamado Javi.

Cuando llegué, la casa estaba a oscuras. Había revuelo, pero reinaba un silencio tenso. No me dejaban entrar en la habitación donde yacía, pero como la curiosidad de un niño se estimula con las prohibiciones, metí la nariz. Alejandro, tendido en la cama, se golpeaba con el brazo sano el lado que se había quedado muerto a causa de la embolia. Encarna lloraba.

Horas después vi como la introducían, ya totalmente inerte, en un vehículo; como mi madre por una puerta y Perico por la otra entraban precipitadamente. El coche se alejó. La tía Chelo, llorando, me apretaba la mano.

Alejandro González Lucas se murió el 9 de marzo de 1964. Nueve meses después de estrenar una nueva vida en una nueva casa en un nuevo barrio.

Malilla, quince de marzo de 2021

Comentarios

  1. Una vez mas nos trasladas a tiempos pasados que al leerte se hacen mas cercanos, casi como si los hubiéramos vivido. Y la tristeza de una perdida tan grande al comienzo de una nueva vida.

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    1. Ha sido un duro ejercicio. Me he quedado muy triste.
      Supongo que para eso sirve escribir: para sacar mierda de dentro.

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  2. Duro, Paco...
    Precioso y duro...
    Gracies amic

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  3. Uf, qué duro, Paco, pero cuabra ternura desprende al mismo tiempo. La pérdida, que nunca abandona.

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  4. Uf, qué duro, Paco, pero cuabra ternura desprende al mismo tiempo. La pérdida, que nunca abandona.

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