Paco y las lentejas


Estoy preparando unas lentejas. Las legumbres son muy socorridas; las dejas preparadas con horas de antelación y a la hora de comer están más buenas que acabadas de hacer. Porqué han reposado.

Después del desayuno llevaré a Pili a casa de María. La llegada de Clara está a la vuelta de la esquina y están poniendo a punto el ajuar para que cuando llegue el momento no falte nada. Así que ellas pasarán la mañana seleccionando ropita, planchando, doblando y colocándola. Tomaré el té con ellas y me iré a la biblioteca de Humanitats, a devolver un libro y a pillar dos más. Después recogeré a Pili y nos vendremos a casa. Por eso estoy guisando las lentejas a las ocho de la mañana, para poder irnos tranquilamente, sin prisas por tener que hacer la comida al volver.

Mientras la comida hervía, he reconstruido mi recuerdo más antiguo, el primero que veo con cierta nitidez. Tiene que ver con lentejas. La imagen es, más o menos, esta: estoy, con algo más de dos años, poco menos que abandonado en casa de la vecina, íntima amiga de mi madre, que me dice que la mamá se va al hospital porqué le han sentado mal las lentejas que habíamos comido y que mientras esté en el hospital, yo me quedaré en su casa, jugando con Fernandito, su hijo, un poco mayor que yo y mi primer amigo. Al mismo tiempo observo como mi padre, con una maleta (o una bolsa) en la mano, le pasa el brazo por encima del hombro a mi madre y se pierden por el pasillo del sótano de la calle de Hermosilla, que fue mi primer hogar.


La siguiente imagen es más borrosa. Mis padres vuelven días después con un fardo en que llevan una pequeñaja renegrida para la que yo había elegido el nombre de Ana. En 1960, tres años más tarde, llegaría Encarna (ella prefiere que la llamemos Kani, pero yo no me acostumbro). De su nacimiento no guardo recuerdo, pero de su infancia, lo que más se me viene a la cabeza ahora mismo es el miedo que le tenía al aire; si hacía viento, tenía que salir a la calle con la cabeza cubierta y lo único que la calmaba era agarrarse al dedo meñique de alguien, y si ese alguien era el papá, le resultaba más sedante.

Crecimos, como he dicho, en un elegante edificio de uno de los barrios más exclusivos de Madrid, el de Salamanca, pero, como éramos los porteros, de la exclusividad catábamos poco; nosotros vivíamos en las buhardillas. Salas de diferentes tamaños que se distribuían a lo largo de dos pasillos, que servían para guardar los trastos de los propietarios.

Según bajabas, a mano derecha, en uno de los pasillos, siempre oscuro, se metía Perico (el menor de los hermanos de mi padre y una de las personas más entrañables de mi infancia) a pegarse con Borondo. Borondo era nuestro hombre del saco particular, el cual amenazaba con llevarse los niños que no comían. Yo era un serio aspirante, de niño fui muy mal comedor. Perico me dejaba en la escalera, entraba en el pasillo y golpeaba las puertas mientras gritaba y ponía en fuga a Borondo. Después salía y me animaba (con nulo éxito) a comerme todo, bajo riesgo de un retorno del monstruo.

Antes de girar a nuestro pasillo vivía Susi, una putilla callejera que, a pesar de la intolerancia reinante inspiraba más caridad que repulsa y era muy querida por los vecinos. Al menos por los del sótano.

A continuación, venía nuestro hogar, que se repartía en cinco de las buhardillas, aisladas unas de otras, esparcidas por el pasillo sin continuidad.

La que hacía de habitación de mis padres era la única que daba a un patio exterior y, en consecuencia, la única que recibía luz solar. En ella había una capilla de la Inmaculada Concepción, ante la que ardía permanentemente una velita. A mí me fascinaba la imagen de la virgen, rodeada de angelotes, aplastando una media luna y las cabezas de los moros. Estas capillas eran una de las maneras de recaudar fondos que utilizaban los sacerdotes: por una cantidad, supongo que módica, te la llevaban a casa, la tenías una semana y después seguía su itinerario hasta que te tocaba de nuevo el turno.

Las otras dos habitaciones -una para los niños y la otra para mis tíos-- no tenían ni luz exterior, ni ventilación. La más pequeña de las buhardillas, en la que cabía con calzador una taza, hacía de retrete.

He dejado para el final la más grande de las salas. Tendría unos 30 m2 y era el centro neurálgico de la vida familiar. Cocina, comedor, sala de estar y aseo, todo en uno. En aquella estancia nos sacaban las legañas por la mañana, nos daban el desayuno, nos ponían el orinal, nos planchaban la ropa, nos preparaban la comida... Por cierto, hablando de comidas, recuerdo que había un día fijo a la semana (diría que los martes) que tocaban lentejas y tortilla de patatas. Y que a mí las lentejas me daban asco, mira por dónde.

También era el lugar donde escuchábamos, alrededor de la mesa del comedor - que también era mesa camilla y, además, escritorio-- el programa radiofónico favorito de mi padre, 'Ustedes son formidables'; presentado por Alberto Oliveras. Este programa fue revolucionario, por qué llamaba a la participación ciudadana (en aquellos años en los que el concepto ciudadano era un eufemismo con connotaciones, incluso, presuntamente subversivas) en diferentes causas sociales, entre las cuales, encontrar desaparecidos (por Dios y por la Patria, se sobreentiende) en la Guerra Civil. Qué lloreras cogía papá pensando en tantos amigos muertos en el frente y tantos no reencontrados a la vuelta. Nosotros llorábamos con él por simpatía, ya que no teníamos ni idea de qué emocionaba tanto a aquel hombre. A mí me gustaba más 'Matilde, Perico y Periquín'.

Había también en este cuarto una puerta que daba directamente al infierno: la caldera del edificio. Allí bajaba mi padre dos veces cada día a alimentar con el carbón, que por toneladas convivía con nosotros, las llamas que daban calor a las viviendas de lujo que teníamos encima. Y a nosotros también, todo hay que decirlo: frío, al menos, no pasábamos.

La curiosidad natural de una niña de tres o cuatro años y el amor que Ana sentía por el papá la llevaban a encaramarse a una silla, con los piececitos colgando ya dentro de la caldera, para observar las evoluciones del improvisado fogonero. De nada valían las broncas que recibía, Ana es guerrera y volvía a su atalaya tan pronto como se descuidaban. Dos veces, que yo recuerde, cayeron niña y silla sobre padre y brasas. Afortunadamente la cosa se quedó en el susto y alguna quemadurilla de poca importancia.

Entre el comedor y la habitación de mis padres había otra vivienda, donde vivía una familia con la que compartíamos algo más que amistad. Pero eso ya os lo contaré, si os apetece, otro día. Ahora voy a comerme las lentejas.

Malilla (L'Horta), siete de febrero de 2021



Comentarios

  1. Sabroso el relato😋
    Guten Appetit!!

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    1. Gracias. Ya he cambiado el color y el tamaño de.l tipografía. Ya me dirás.

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  2. Huelo las lentejas, mi Borondo se llamaba el Toc Toc y era un moro tallado en madera en un perchero al que todos le daban una bofetada para conjurar cualquiera de mis males... Eres enorme amic.

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    1. Jajajajaja, cómo nos la colaban. Intenta hacer eso ahora a mis nietos y verás dónde van a a parar Toc Toc y Borondo.
      Abrazote

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