Paco y las lentejas
Después del
desayuno llevaré a Pili a casa de María. La llegada de Clara está a la vuelta
de la esquina y están poniendo a punto el ajuar para que cuando llegue el
momento no falte nada. Así que ellas pasarán la mañana seleccionando ropita,
planchando, doblando y colocándola. Tomaré el té con ellas y me iré a la
biblioteca de Humanitats, a devolver un libro y a pillar dos más.
Después recogeré a Pili y nos vendremos a casa. Por eso estoy guisando las lentejas
a las ocho de la mañana, para poder irnos tranquilamente, sin prisas por tener
que hacer la comida al volver.
Mientras la
comida hervía, he reconstruido mi recuerdo más antiguo, el primero que veo con
cierta nitidez. Tiene que ver con lentejas. La imagen es, más o menos, esta:
estoy, con algo más de dos años, poco menos que abandonado en casa de la vecina, íntima amiga de mi madre, que me dice que la mamá se va al hospital porqué
le han sentado mal las lentejas que habíamos comido y que mientras esté en el
hospital, yo me quedaré en su casa, jugando con Fernandito, su hijo, un poco
mayor que yo y mi primer amigo. Al mismo tiempo observo como mi padre, con una
maleta (o una bolsa) en la mano, le pasa el brazo por encima del hombro a mi
madre y se pierden por el pasillo del sótano de la calle de Hermosilla, que fue
mi primer hogar.
Crecimos, como he
dicho, en un elegante edificio de uno de los barrios más exclusivos de Madrid,
el de Salamanca, pero, como éramos los porteros, de la exclusividad catábamos
poco; nosotros vivíamos en las buhardillas. Salas de diferentes tamaños que se
distribuían a lo largo de dos pasillos, que servían para guardar los trastos de
los propietarios.
Según bajabas, a
mano derecha, en uno de los pasillos, siempre oscuro, se metía Perico (el menor
de los hermanos de mi padre y una de las personas más entrañables de mi
infancia) a pegarse con Borondo. Borondo era nuestro hombre del saco
particular, el cual amenazaba con llevarse los niños que no comían. Yo era un
serio aspirante, de niño fui muy mal comedor. Perico me dejaba en la escalera,
entraba en el pasillo y golpeaba las puertas mientras gritaba y ponía en fuga a
Borondo. Después salía y me animaba (con nulo éxito) a comerme todo, bajo
riesgo de un retorno del monstruo.
Antes de girar a
nuestro pasillo vivía Susi, una putilla callejera que, a pesar de la
intolerancia reinante inspiraba más caridad que repulsa y era muy querida por
los vecinos. Al menos por los del sótano.
A continuación,
venía nuestro hogar, que se repartía en cinco de las buhardillas, aisladas unas
de otras, esparcidas por el pasillo sin continuidad.
La que hacía de
habitación de mis padres era la única que daba a un patio exterior y, en
consecuencia, la única que recibía luz solar. En ella había una capilla de la
Inmaculada Concepción, ante la que ardía permanentemente una velita. A mí me
fascinaba la imagen de la virgen, rodeada de angelotes, aplastando una media
luna y las cabezas de los moros. Estas capillas eran una de las maneras de
recaudar fondos que utilizaban los sacerdotes: por una cantidad, supongo que
módica, te la llevaban a casa, la tenías una semana y después seguía su
itinerario hasta que te tocaba de nuevo el turno.
Las otras dos
habitaciones -una para los niños y la otra para mis tíos-- no tenían ni luz
exterior, ni ventilación. La más pequeña de las buhardillas, en la que cabía
con calzador una taza, hacía de retrete.
He dejado para el
final la más grande de las salas. Tendría unos 30 m2 y era el centro
neurálgico de la vida familiar. Cocina, comedor, sala de estar y aseo, todo en
uno. En aquella estancia nos sacaban las legañas por la mañana, nos daban el
desayuno, nos ponían el orinal, nos planchaban la ropa, nos preparaban la
comida... Por cierto, hablando de comidas, recuerdo que había un día fijo a la
semana (diría que los martes) que tocaban lentejas y tortilla de patatas. Y que
a mí las lentejas me daban asco, mira por dónde.
También era el
lugar donde escuchábamos, alrededor de la mesa del comedor - que también era
mesa camilla y, además, escritorio-- el programa radiofónico favorito de mi
padre, 'Ustedes son formidables'; presentado por Alberto Oliveras. Este
programa fue revolucionario, por qué llamaba a la participación ciudadana (en
aquellos años en los que el concepto ciudadano era un eufemismo con
connotaciones, incluso, presuntamente subversivas) en diferentes causas
sociales, entre las cuales, encontrar desaparecidos (por Dios y por la Patria,
se sobreentiende) en la Guerra Civil. Qué lloreras cogía papá pensando en
tantos amigos muertos en el frente y tantos no reencontrados a la vuelta.
Nosotros llorábamos con él por simpatía, ya que no teníamos ni idea de qué
emocionaba tanto a aquel hombre. A mí me gustaba más 'Matilde, Perico y
Periquín'.
Había también en
este cuarto una puerta que daba directamente al infierno: la caldera del
edificio. Allí bajaba mi padre dos veces cada día a alimentar con el carbón,
que por toneladas convivía con nosotros, las llamas que daban calor a las
viviendas de lujo que teníamos encima. Y a nosotros también, todo hay que
decirlo: frío, al menos, no pasábamos.
La curiosidad
natural de una niña de tres o cuatro años y el amor que Ana sentía por el papá
la llevaban a encaramarse a una silla, con los piececitos colgando ya dentro de
la caldera, para observar las evoluciones del improvisado fogonero. De nada
valían las broncas que recibía, Ana es guerrera y volvía a su atalaya tan
pronto como se descuidaban. Dos veces, que yo recuerde, cayeron niña y silla
sobre padre y brasas. Afortunadamente la cosa se quedó en el susto y alguna quemadurilla
de poca importancia.
Entre el comedor
y la habitación de mis padres había otra vivienda, donde vivía una familia con la que compartíamos algo más que amistad. Pero eso ya os lo contaré, si os
apetece, otro día. Ahora voy a comerme las lentejas.
Malilla
(L'Horta), siete de febrero de 2021
Sabroso el relato😋
ResponderEliminarGuten Appetit!!
Gracias. Ya he cambiado el color y el tamaño de.l tipografía. Ya me dirás.
EliminarHuelo las lentejas, mi Borondo se llamaba el Toc Toc y era un moro tallado en madera en un perchero al que todos le daban una bofetada para conjurar cualquiera de mis males... Eres enorme amic.
ResponderEliminarJajajajaja, cómo nos la colaban. Intenta hacer eso ahora a mis nietos y verás dónde van a a parar Toc Toc y Borondo.
EliminarAbrazote