Paco y los esfínteres

El cuarto día del viaje a Nueva York fuimos a pasear por Central Park, entramos también en el Guggenheim. Después nos acercamos al memorial a John Lennon y desde allí al Dakota, el edificio este que dicen que está maldito, donde lo asesinaron. Estaba todo muy vigilado, apenas te podías acercar a la puerta. Y hacer una foto ya era de nota. Tantos turistas acabamos por hacer odioso cualquier monumento o lugar. Por cierto, que estando allí vimos como salía una mujer muy menuda escondida entre 3 ó 4 gorilas, que la metieron en volandas en un Rolls y salió disparado. Nos hizo ilusión creer que habíamos visto a la malvadísima Yoko Ono, ilusiones de turistas, ya ves.

A un paso del Dakota había una BBQ, un lugar de estos typically american, decorado con calaveras de animales, como las que se ven en las pelis en los desiertos, música country y camareros ataviados a la tejana transportando, con una sola mano, bandejas de un metro de diámetro llenas de carnaza, que debían pesar una tonelada. ¡Vaya trabajito!; me recordaban a las camareras bávaras que llevan estas jarras de cerámica de dos litros llenas de cerveza, ¡dos o tres en cada mano! Nos sentamos en uno de estos bancos corridos con mesas en medio, diseñados también a mayor gloria del turismo. Yo, como en 2008 aún podía comer carne sin atragantarme, pedí un bistec. Se podía elegir el peso, pero como venía en onzas, puse el dedo en el primero que me pareció. La pieza era como si hubieran cortado una vaca en sección, como las imágenes de las resonancias magnéticas: un kilo, con su guarnición y sus patatas fritas. No creía ser capaz de hacerme con aquello, pero lo fui. Aunque tuve que emplearme a fondo durante casi una hora. Y regarlo con mucha Budweiser.

A nuestro lado se sentaba una pareja negra con una niña de unos dos añitos. Ella comía y se hacía cargo de la criatura; él, un mastodonte de 140 kilos --que parecía haber crecido dentro del estrecho cubículo que había entre mesa y pared, porque, si no, no se explica que cupiera-- las ignoraba, dedicado como estaba a devorar un pollo, que más parecía el pavo de Acción de Gracias, del que no dejó ni los huesos.

Yo seguía a lo mío, con el cinturón desabrochado y el sudor empapando mi frente, cuando a una de las camareras le cayó la bandeja. Qué estruendo, qué festival de carne, patatas cerveza y salsas por tierra. La pobre chica estaba consternada. Los compañeros, como que se aguantaban la risa por debajo del bigote. Los clientes, más compasivos, la mirábamos con cara de venga, no te preocupes, que eso le pasa a cualquiera; sólo faltaba aplaudirle para sacarla de su estupor. Después se me ocurrió pensar que, sabiendo cómo se las gasta el empresariado yanqui --bueno... el empresariado--, tal vez el horror que se dibujaba en la cara de la joven, no era ni por el ridículo ni por el destrozo, sino porque igual se lo descontaban del sueldo. Le dimos una buena propina, por si acaso.

Dimos un largo paseo hasta el hotel para digerir la barbaridad. Ducha y siesta parecían lo más oportuno para recuperar fuerzas y salir, al atardecer, a subir al Rockefeller. Fue tocar calle y empezar a notar unas ganas de cagar inaguantables. El hotel y el rascacielos quedaban equidistantes de mi apuro: muy lejos. Y no encontrábamos un bar ni un váter público donde poner el culo. Cada vez me encontraba peor. Al fin, me colé en un centro comercial que, yo no lo vi, estaba cerrando. Vino la segurata, una segurata de las de las películas: grande, negra, con cara de "dónde va el blanquito", pero cuando, por los gestos o por el color de mi cara o los retortijones conseguí hacerme entender, ella misma me abrió paso hasta los servicios. ¿He dicho servicios?, sería más exacto decir estercolero. Si sólo hubiera tenido un diez por ciento menos de ganas, no me siento allí ni loco, pero era allí o en los pantalones. Allí se quedó el sudor frío, el dolor de estómago y la media vaca. Vimos, finalmente, el grandioso espectáculo del atardecer sobre Nueva York desde la terraza del Rockefeller como estaba previsto.

Pero el cachondeo a Pili no se le pasaba y tuve que explicarle que cuando era pequeño, en el Madrid de finales de la posguerra y principios del desarrollismo, cuando nevaba a montón todo el invierno (no como ahora, que nieva un día de vez en cuando y es el fin del mundo), mi madre nos hacía el desayuno y nos vestía para ir a la escuela con las veinte capas que eran necesarias para taparnos el frío que padecíamos en la calle y en la escuela. A cada pieza la misma pregunta: ¿Paquito has hecho caca? No, mamá, no tengo ganas. Con la camiseta: no mamá, no tengo ganas, con los pantalones, con el suéter, con la chaqueta, con el abrigo, con los guantes, con el pasamontañas: no, mamá, no tengo ganas. Beso de despedida. Ana, mi hermana mayor, aburrida ya. Mi padre, todo paciencia, un niño de cada mano, abriendo la puerta de la calle. Y entonces, Paquito proclamaba: ¡ahora, mamá, ahora me cago! La que se cagaba en todo lo que se meneaba era la pobre mujer. Fuera ropa y al orinal rodeado de gente desesperada; y otra vez a vestir, contrarreloj, al niño. No recuerdo, pero me lo recordó ella muchas veces, las broncas que me pegaba. Justificadas, ¿eh?, ningún reproche por mi parte. Pero de mayor me gustaba bromear con ella diciéndole que la causa de mi descontrol de esfínteres eran aquellos sermones.

De cualquier modo, la realidad es que mis esfínteres van por libre: no puedo salir de casa sin mear, justo antes de llamar al ascensor; no me siento en una butaca sin antes pasar por el váter, conozco de todos los cines y teatros de Valencia. Y los de los bares. Y los de los restaurantes. Y los de las casas de todos mis amigos.

En el viaje a Austria me meé encima, en medio de una de esas plazas vienesas repletas de estatuas y monumentos, vaciando el maletero mientras Pili hacía el registro en el hotel. En Yosemite, llenando el depósito del coche, se vació el mío por las patas. Homéricos los esprines que me ha tocado hacer cuando salía a correr y el apretón me sorprendía a kilómetros de casa; a la que llegaba, más sudoroso por el apuro que por la carrera. Un día, incluso, me tocó coger un trozo de periódico que volaba por el río y acuclillarme bajo el puente del Ángel Custodio.

Y ahora, cuando ya iba a cerrar el recorrido por estos momentos escatológicos, me viene a la mente el episodio de San Francisco. Quedaban cinco minutos para que llegara el bus turístico que nos llevaría al Golden Gate y a Sausalito cuando... ¡oh my Good!, como dicen ellos. Me salí de la cola para intentarlo en unos baños públicos que había allí mismo, pero estaban cerrados. Pili tuvo que abandonar la cola también para empezar a inquirir (aparte de cuatro fórmulas protocolarias: excuse-me, sorry, hello o thank you, cuando viajamos por tierras angloparlantes, yo me he aprendido: talk you on my wife, please. Así que ella, que chamulla muy bien el inglés, pregunta y yo la sigo). Recorrimos los muelles de San Francisco sin éxito mientras veíamos alejarse el bus. Finalmente, en un bar que estaba abriendo en ese momento, pude pasar. Como el siguiente autobús tardaría aún media hora, desayunamos allí mismo y nos volvimos a poner en la cola para el paseo turístico. Antes de salir del bar, eso sí, volví a mear. Dos gotitas. Por si acaso.

Malilla (L’Horta), veintinueve de enero de 2021


Comentarios

  1. Aunque no soy de "tiro rápido" como tú, el "grifo" algunas veces si reclama con urgencia. Por eso yo llevo una app en mi móvil con los baños públicos mas cercanos. ¡¡Y mano de santo oiga!! la búsqueda se hace un poco menos angustiosa 😅

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  2. A ver si podemos salir prontito a mear juntos por toda València o por Cartagena, la cuestión es mear toda la garnacha que nos quepa.

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